LA MUERTE DE CLAUDIO BONADIO: CUMPLIR LA MISIÓN HASTA EL FINAL

  • 4 Años ago

Se preparó para morir con la misión cumplida. Desde que en mayo pasado le diagnosticaron un cáncer fulminante en el cerebro, el juez Claudio Bonadio se dedicó obsesivamente a limpiar su despacho. Todas las causas importantes sobre hechos de presunta corrupción durante el kirchnerismo están concluidas en esa instancia y enviadas a juicio oral y público.

De ahora en más, el destino judicial de Cristina Kirchner, de sus funcionarios (anteriores y algunos actuales) y la de no pocos empresarios está en manos de los tribunales orales, de la Cámara de Casación Penal y, eventualmente, de la Corte Suprema de Justicia.

Las principales investigaciones (la de lavado de dinero en los hoteles de los Kirchner, la de los cuadernos que describieron la corrupción kirchnerista como nadie lo hizo nunca y la de traición a la patria por el memorándum con Irán, para citar las más emblemáticas) ya no estaban en poder de Bonadio ni hubieran vuelto nunca a él, aún si viviera. Esa es la misión que se propuso cumplir. Lo hizo hasta diciembre, cuando seguramente ya sufría los severos síntomas de una enfermedad que terminaría con él un mes después. Nunca imaginó siquiera la posibilidad de una renuncia en momentos en que el poder político quería su renuncia.

Empezó a investigar a Cristina Kirchner cuando todavía era presidenta y, más aún, cuando nadie consideraba posible que el kirchnerismo no seguiría en el poder después de 2015. Y lo hizo en una causa que sigue siendo una de las más difíciles de la expresidenta: es la de los hoteles en El Calafate. El juez concluyó que hubo lavado de dinero entre la familia Kirchner y empresarios. No hubo ningún otro intermediario. Llegó a allanar esos hoteles cuando Cristina era presidenta y cuando ella estaba en El Calafate. Hizo algo propio de Bonadio. La sorprendió. ¿Cómo pudo? Lo llamó a su viejo colega Guillermo Montenegro, exjuez federal y ahora intendente de Mar del Plata, que en ese momento era ministro de Seguridad de la Capital. Le pidió que lo acompañaran en el allanamiento tropas de la Policía Metropolitana. Sabía que cualquier otra fuerza de seguridad le pasaría la información al gobierno nacional y éste a la propia Cristina.

«El allanamiento debe ser sorpresivo o no sirve», solía decir. Montenegro le contestó que esa decisión era política y que debía consultarla con Mauricio Macri, entonces jefe del gobierno porteño. Macri autorizó el envío de las tropas de la metropolitana. Cristina Kirchner se enteró de que Bonadio estaba en El Calafate cuando el juez llegó al aeropuerto de esa ciudad patagónica. La expresidenta no sabía si había llegado para allanar la casa familiar donde ella estaba. Ordenó en el acto que las tropas de la Gendarmería, que estaban en El Calafate, rodearan su vivienda con la orden expresa de no dejar pasar al juez. El juez no iba a su vivienda, sino a sus hoteles. Pero el entonces jefe de Gabinete Jorge Capitanich denunció que el allanamiento había sido un intento de golpe de Estado. El dramatismo es inherente al cristinismo.

El odio de Cristina a Bonadio se incuba desde hace más de un lustro. Desde entonces, el kirchnerismo no cesó de acosarlo con denuncias en el Consejo de la Magistratura, donde logró una vez sancionarlo con la quita de un tercio de su salario. Nunca tuvo los dos tercios necesarios para destituirlo. Fue más allá: el entonces senador Marcelo Fuentes, un kirchnerista fanático y sin fisuras, a quien Cristina acaba de nombrar secretario parlamentario del Senado, presentó una denuncia por enriquecimiento ilícito contra el único hijo de Bonadio, Mariano. La causa nunca prosperó porque carecía de sustento.

Era un juez raro en Comodoro Py. Nunca integró la corporación de jueces federales, a tal punto que sus colegas solían hacer bromas con la personalidad distante de Bonadio. «En Comodoro Py hay once jueces federales y Bonadio», decían porque los jueces federales son doce. Al revés de muchos de sus colegas, nunca hizo ostentación de riqueza, ni siquiera con la ropa que vestía. Usaba trajes gastados, corbatas de otra época y botas roídas por el tiempo. A veces, parecía más un sheriff del oeste norteamericano que un juez. Su despacho era un espacio minúsculo, abarrotado de expedientes y libros desparramados hasta en el piso. Aunque cultivaba el perfil de hombre duro y frío, lo cierto es que también era una persona sensible. «Solo los que trabajamos con él sabemos de la enorme nobleza de Bonadío», dijo el fiscal Carlos Stornelli, consternado, como quien se enteró que desde ayer está más solo. A Bonadío le gustaba leer, hablar de los clásicos y conversar. «Me alimenta conversar con alguien inteligente», decía.

No conocían a Bonadio los que dicen que los testimonios de los arrepentidos son simples declaraciones de personas desesperadas y que, por lo tanto, caerán durante el juicio oral y público. El juez prematuramente muerto no incluyó en el expediente ninguna declaración de arrepentidos que no haya sido perfectamente corroborada por la consiguiente prueba. Incluso, le rechazó a Stornelli, el fiscal de la causa de los cuadernos, varios testimonios de arrepentidos porque no eran verosímiles o porque la prueba era imposible. Muy pocas de sus decisiones más importantes (procesamientos de figuras significativas de la política o prisiones preventivas) fueron revocadas por la Cámara Federal o por la Cámara de Casación Penal. Casi todas fueron confirmadas por las dos instancias superiores a él.

Practicaba tiro y, de vez en cuando, le gustaba cazar. Por eso, cuando demoraba alguna decisión y algún periodista le preguntaba la razón de esa postergación, Bonadio respondía siempre de la misma manera: «No se olviden que soy un cazador. Nunca disparo hasta no tener el objetivo en la mira». Entre sus colegas de Comodoro Py, solo confiaba en el juez Julián Ercolini, otro de los pocos magistrados austeros que nunca hizo exhibición de riqueza. «Con él puedo disentir con sus tiempos, pero nunca con sus resoluciones finales», reconocía. Por eso, no tuvo ningún problema en que la causa de los hoteles (integrados en la empresa Hotesur) se unificara con la de Los Sauces, una empresa de los Kirchner propietaria de hoteles que les alquilaba edificios a Lázaro Báez y Cristóbal López y que estos nunca usaban. La causa de Los Sauces estaba en manos de Ercolini. Las dos causas están ahora en proceso de juicio oral. Bonadio no se equivocaba con Ercolini.

Bonadio recordó siempre que la causa por la tragedia de Once, que terminó con 51 muertos, le cambió definitivamente la vida. Conoció de cerca a las familias de las víctimas fatales, las historias de los fallecidos y las razones por las que se había llegado al momento del desastre. Descubrió entonces que la corrupción mata, contaba, y que esa frase no es una frase vacía. Es real. Demoró solo un año en instruir la causa.

Aprendió entonces también que las causas judiciales, por muy difíciles que sean, no necesitan estar años sin resolverse en los tribunales. La causa de los cuadernos, por ejemplo, con cientos de testimonios y decenas de arrepentidos la concluyó en poco más de un año. También está ya en proceso de juicio oral. Solo le quedaba por resolver una causa conexa, pequeña en comparación con la magnitud de la causa madre. Es la referida al lavado de dinero en los Estados Unidos por parte del exsecretario privado de Néstor Kirchner, Daniel Muñoz, que hizo inversiones millonarias en Nueva York y Miami. Muñoz murió de cáncer en 2016, pero su esposa, Carolina Pochetti, declaró en condición de arrepentida ante Bonadio y contó todo lo que hizo su marido en nombre de los Kirchner. Esa causa deberá seguirla el juez que reemplazará a Bonadio.

El juez muerto reía cuando escuchaba hablar de que Macri le había ordenado la persecución de los Kirchner. Bonadio tenía un pasado en el peronismo y no renegaba de él. Había estado cerca de Guardia de Hierro, una organización de la derecha peronista. «Tengo algunos amigos que ahora militan en el kirchnerismo y no tengo ningún amigo en el macrismo. Es la historia de cada uno. ¿Por qué la voy a negar?», decía. Había sido novicio en el colegio La Salle y durante un tiempo de su juventud le merodeó la idea de ser seminarista. Eligió el derecho, la política y luego la carrera judicial.

Tal vez aquellos inicios en la Iglesia y su temprana vocación como novicio, que luego cambió, lo acercarían con el paso del tiempo al entonces cardenal Jorge Bergoglio, con quien enhebró una amistad que duró décadas. Solía ver al papa Francisco en el Vaticano, pero nunca hubo una foto de ellos ni una sola información sobre esos encuentros. «No me importan los tickets para hacer un tour por el Vaticano», deslizaba, socarrón, cuando veía a sus colegas pavoneándose cerca del Pontífice. Fue el Papa el que recordó su larga amistad con Bonadio cuando este fue amenazado de muerte en los tiempos agónicos del kirchnerismo, poco después del asesinato del fiscal Alberto Nisman.

Nunca se supo qué es lo que sentía por Cristina Kirchner. Cuidaba cada palabra o gesto público porque sabía que lo estaban esperando para recusarlo. La que no se cuidó nunca fue Cristina. Un día antes de la muerte de Bonadio, ella calificó públicamente a Bonadio de «sicario judicial» que había ejecutado misiones en nombre del gobierno de Macri. Fue una falta de respeto y de información. Llamó sicario a un moribundo. Cuando se insulta y se descalifica con tanta frecuencia, no es difícil ser inoportuna.

Por: Joaquín Morales Solá/La Nación

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