El testimonio de Silvina Oranges, periodista de la agencia de noticias Télam, quien viajó a las islas por primera vez en 1999. “Fueron viajes históricos, humanitarios, inolvidables que me enseñaron a amar esa tierra pero que me dejaron, al mismo tiempo, un sabor agridulce”, aseguró.
Como periodista de la agencia de noticias Télam tuve el privilegio de pisar las islas Malvinas en cuatro oportunidades a lo largo de más de 20 años. Fueron viajes históricos, humanitarios, inolvidables que me enseñaron a amar esa tierra pero que me dejaron, al mismo tiempo, un sabor agridulce.
El primer viaje, en agosto de 1999, fue histórico. Yo tenía 25 años y mi editor jefe me avisó de la cobertura apenas dos días antes de viajar. La noche anterior no dormí.
Éramos un contingente de 48 argentinos –unos 35 periodistas- en el primer vuelo que llegaba a las islas tras el acuerdo firmado por el entonces presidente Carlos Menem con el Reino Unido, el cual restableció el acceso al archipiélago sin restricciones. Sin embargo, hubo obligación de presentar pasaporte como si se estuviera ingresando a otro país.
Fue una semana entera que constituyó la mayor prueba de convivencia entre argentinos e isleños desde la guerra de 1982. Una prueba de fuego para ambos gobiernos: el vuelo recibió amenazas de bomba, excombatientes argentinos protestaron porque debíamos hacer sellar el pasaporte y los isleños estaban inquietos con la llegada de un contingente tan numeroso que iba a llenar las pocas plazas de alojamiento que había por entonces en Puerto Argentino.
Llegamos el sábado 7 de agosto al aeropuerto militar de Mount Pleasant. El recibimiento fue frío. Las autoridades de las islas nos advirtieron de la presencia de minas explosivas, aún desparramadas por el suelo isleño mientras las autoridades argentinas insistían en transmitirnos recomendaciones de conducta para los siete días de convivencia con los isleños, con el fin evitar cualquier actitud que se interprete como provocación.
A medida que transcurrió la semana, la actitud de los isleños se iba suavizando: compartimos misa el domingo en la iglesia católica de Puerto Argentino, tomamos cervezas en el Globe Tavern, un típico pub inglés con campana y todo, compartimos una velada en la casa de un isleño para festejar el cumpleaños de uno de los visitantes argentinos y terminamos organizando un partido de fútbol entre lugareños y periodistas argentinos en el polideportivo del pueblo.
El desarrollo de ese partido –que desde el continente era seguido con atención por el entonces canciller Guido Di Tella- terminó con intercambios de camisetas, abrazos y apretones de mano.
Uno de los momentos más impactantes fue pisar por primera vez el cementerio de Darwin, a unos 70 kilómetros al oeste de Puerto Argentino. Entre el grupo estaba Edgardo Esteban, excombatiente y periodista por la cadena CBS Telenoticias, hoy director del Museo Malvinas. Lo acompañamos en el regreso a su trinchera y a visitar la tumba de su compañero en la guerra.
El otro momento fuerte de esa semana fue recorrer los campos de batalla. Me tocó hacer el periplo una mañana después de una intensa nevada, a bordo de una camioneta 4×4 que se enterró varias veces en la turba malvinera y hubo que empujar entre el reducido grupo de periodistas que habíamos contratado la excursión.
Fuimos a Monte Longdon, escenario de una de las batallas más cruentas del conflicto. “Baterías antiaéreas, restos de municiones usadas por ambas fuerzas, elementos de uso personal de los soldados, como mantas de abrigo y hebillas de cinturones forman parte del inhóspito recorrido. Muchos de esos objetos fueron recogidos después de la guerra y actualmente se exhiben en el Museo Histórico de las islas, otros fueron llevados como souvenirs por isleños y ocasionales visitantes, mientras que el resto permanece abandonados en el lugar, a la intemperie”, escribí en una crónica el 12 de agosto de 1999.
La despedida de las islas no fue amable: un grupo de 50 isleños interceptó el micro en el que nos dirigíamos al aeropuerto y repudió nuestra presencia con banderas británicas y carteles de protesta.
Formamos parte de ese grupo –entre muchos otros- periodistas como Julio Bazán (Canal 13) Silvina Amato (radio Continental), Diego Pérez Andrade (La Nación), Alejandro Sangenis (revista Gente), Darío del Arco (la desaparecida agencia DyN) y el entrañable Pablo Calvo (Clarín), quien murió el año pasado por coronavirus el día que cumplió 53 años.
El segundo viaje fue apenas dos meses después, en octubre de ese mismo año. Esta vez éramos pocos periodistas y la expectativa estaba centrada en un grupo de 20 familiares de caídos en la guerra que iba a permanecer una semana en Puerto Argentino.
En rigor, los vuelos humanitarios de familiares llegaban a Malvinas desde 1991. Pero ese viaje se transformó en la primera oportunidad desde la guerra en el que el grupo pudo permanecer más tiempo y recorrer diversos lugares de las islas, como los campos de batalla, en tanto que en los vuelos charters anteriores solamente permanecían por unas horas en el cementerio de Darwin.
La diferencia posibilitó el contacto entre los familiares y los isleños, que recibieron respetuosa y cálidamente al contingente argentino. A diferencia del vuelo de agosto, no se produjo ningún tipo de incidente o expresión de rechazo durante toda la semana.
Diez años después, el 3 de octubre de 2009 volví a pisar las islas pero solo por unas horas, para la inauguración del monumento a los caídos en el cementerio. En esa oportunidad viajé con el fotógrafo de Télam, Sergio Quinteros. Sergio fue combatiente de la guerra, estuvo durante 75 días en Monte Tumbeldown y volvía por primera vez a las islas. Murió cinco años después de ese viaje, en el 2014, a los demasiado tempranos 51 años.
En ese viaje acompañé a un contingente de 170 familiares que participaron de una misa en Darwin, en la que quedó inaugurado el cenotafio que actualmente preside el cementerio. La ceremonia se desarrolló en medio de un intenso frío, fuertes ráfagas de viento y una gran emoción de los familiares que ofrendaron rosarios, flores y fotos de sus seres queridos, y las depositaron en una urna empotrada frente a la cruz que se encuentra en el medio del cementerio.
Nueve años después, volví a Malvinas.Fue el 26 de marzo de 2018. Fueron unas pocas horas, pero muy intensas. En esa instancia acompañé a un contingente de 248 argentinos, en su mayoría familiares de caídos, que tomaban contacto por primera vez con 90 tumbas cuyos cuerpos habían sido identificados recientemente por el Comité Internacional de la Cruz Roja, tras un minucioso trabajo forense, 35 años después de la guerra.
Con una temperatura de 5 grados y un cielo totalmente despejado, los familiares ingresaron al cementerio con llantos y abrazados, y enseguida se dirigieron a la tumba identificada de su ser querido. Participó de ese viaje el militar inglés Geoffrey Cardoso, quien en 1982 diseñó el cementerio y enterró a los soldados argentinos; y el excombatiente Julio Aro, uno de los impulsores de la iniciativa de las identificaciones.
Cardoso y Aro recorrieron una a una las tumbas, conteniendo a los familiares y abrazando sobre todo a las madres ancianas, que llegaron con sus bastones y andadores. Fue desolador ver a esas mamás abrazarse a esa cruz blanca, en medio de ese paraje desolado y ventoso que es Darwin, en el corazón de la nunca mejor definida isla Soledad.
Recuerdo que fue difícil arrancarlos de ese lugar que tanto les pertenece. Estaban cerrando un duelo que les llevó mucho tiempo. Aunque tardío, el Estado llegó a tiempo antes de que esas vidas se apaguen.
Imágenes imborrables, recuerdos entrañables, una experiencia profesional y humana invaluable: ese es el saldo de mis cuatro viajes a Malvinas. Con el sabor agridulce de sentirlas tan lejos y tan cerca a la vez.
Telam