Sin periodismo profesional no hay democracia plena. Sin periodistas dedicados a la investigación, los ciudadanos carecen de información imprescindible para comprender asuntos de interés público porque no pueden obtenerla de otra manera. Y nada de eso puede lograrse sin recurrir a las fuentes que proveen datos y hechos, y si en esa tarea no están aseguradas las garantías previstas para el oficio en nuestra Constitución: la integridad física, la libertad de expresión y el secreto profesional.
El llamado a indagatoria del periodista Daniel Santoro por parte del juez federal de Dolores, Alejo Ramos Padilla, y su eventual procesamiento, embargo y hasta prisión preventiva trascienden ampliamente el caso en el que aparece involucrado por haber tenido como fuente al presunto extorsionador Marcelo D’Alessio. Aunque ese sujeto mantuvo relaciones estrechas con muchos otros periodistas y fue consultado públicamente en programas de radio y televisión, es Santoro el único periodista acusado de espionaje ilegal, extorsión, coerción y ser miembro de una asociación ilícita por el solo hecho de haber tenido a D’Alessio como fuente. Una fuente más.
No es casual. Santoro es uno de los periodistas de investigación de mayor trayectoria del país, respetado y premiado internacionalmente con los mayores reconocimientos de la actividad (Moors Cabot y Rey de España, entre ellos). Por su trabajo la sociedad argentina conoció la construcción en secreto del misil Cóndor II, el tráfico ilegal de armas a Ecuador y Croacia, la vinculación del general César Milani con la desaparición del conscripto Agapito Ledo y el enriquecimiento ilícito de varios funcionarios de distintos gobiernos, entre otros casos.
El ensañamiento del magistrado, cuya imparcialidad ya no es indiscutible, con Santoro es un mensaje muy nítido de un sector político hacia el periodismo profesional que no debe dejar indiferente a la sociedad. Un mensaje que tiene además un coro de fondo en el que se escuchan voces militantes pidiendo juicios y castigos para el periodismo, y revisión de condenas o procesamientos para políticos y empresarios presos o investigados. Completa ese concierto el arsenal desinformador de los medios creados o cooptados durante el gobierno anterior, algunos de las cuales se gestionan impunemente desde los penales de Ezeiza y Marcos Paz. Desinformación amplificada además en las redes sociales por una militancia que espera y opera por el regreso de su lideresa.
Santoro tal vez sea el primero de una fila no tan extensa de periodistas que en los últimos años arriesgaron mucho más que su prestigio en la investigación de maquinarias de corrupción a gran escala y en la que se cruzan intereses públicos y privados, partidarios y empresariales. El propio Santoro -el escarnio público al que está siendo sometido y los riesgos que enfrenta- es el mensaje de lo que podría pasarles a los demás.
Los periodistas podemos ser buenos, malos o mediocres en nuestro ejercicio profesional, pero eso no se resuelve en los tribunales federales, sino en las escuelas de periodismo con mejor formación, en las buenas prácticas profesionales en las redacciones bien lideradas y en la autorregulación del oficio del que debemos participar. En el peor de los casos, siempre está el fuero civil.
En el afán de competencia por la primicia y la relevancia propia, los periodistas, como pasa en muchas otras profesiones, podemos caer en mala praxis. Estafadores como D’Alessio siempre van a existir, y todos podemos ser usados por uno de ellos. Existen también distintas sensibilidades éticas, como las que en los 90 nos hacían discutir la pertinencia de las cámaras ocultas. Pero la difusión de información de interés público verificada, aun cuando haya sido obtenida por terceros mediante ilícitos, es parte de nuestro trabajo y lo fue desde siempre del Watergate a Wikileaks. De Garganta Profunda a Edward Snowden.
La demolición del periodismo profesional que expuso rutas de dinero y cuadernos de corrupción parece un primer paso para la anulación de las causas que por primera vez en la historia llegan a juicio y que involucran a lo más encumbrado del poder. La idea es hacer de cuenta que aquí no pasó nada y que todo lo que se hizo, dijo y comprobó no existió. El capítulo final del relato que espera el favor popular en las elecciones para volver al principio. Pero esta vez recargado.
Porque la situación es gravísima, algunos silencios llaman la atención y duelen: salvo muy pocas excepciones, el de los republicanos que dicen defender la división de poderes, el Estado de Derecho y la libertad de expresión, y también el de muchos periodistas que tal vez ya no recuerden cómo y qué consecuencias acarrea investigar al poder. En cualquier tiempo y lugar.
Si un solo juez militante puede generar esta amenaza, da para temer lo que podría hacer una justicia entera degradada de su condición de poder constituido y convertida en un simple servicio militante.
Por: José Crettaz (La Nación)