CORONAVIRUS. MÉDICOS, AL LÍMITE: RELATOS IMPACTANTES DE LOS TESTIGOS DEL ESPANTO

“Uno aguanta, aguanta y aguanta, pero no sé hasta qué punto pueda llegar. Esto se perpetuó tanto tiempo.con guardias dobles o triples, para cubrir los baches de los colegas que hacen cuarentena. Es un desastre, todos los días ves que se muere gente y empezás a perder las esperanzas. Dejás de ser una persona, te convertís en parte de una fábrica. ¿Cuánto se puede sostener? Yo no sé cuánto más puedo seguir sin volverme loco”.

Darío Pozniak tiene 34 años, es médico intensivista y está agotado. Las 20 camas de la Unidad de Terapia Intensiva (UTI) del Hospital Ramos Mejía están completas. Todos son pacientes enfermos de coronavirus y Pozniak sabe que, a pesar de sus esfuerzos, muchos de ellos morirán allí. Pero sabe que debe seguir: “Yo soy un soldado y no puedo titubear. Los puestos hay que cubrirlos, la gente hay que atenderla, yo no puedo renunciar”.

A la sombra del número de contagiados de Covid-19 crece otro fenómeno, mucho más silencioso, y es la angustia del personal de salud, especialmente de aquellos que ocupan los puestos más críticos en guardias y terapias intensivas. Al agobio de jornadas laborales sobrecargadas se suman el temor a contagiarse, el golpe anímico al ver a sus propios compañeros enfermarse, las muertes que no ceden a su alrededor y la incertidumbre de no saber cuándo terminará la pesadilla.

“La cabeza no para, es un desgaste emocional muy grande”, reconoce Guillermo Leiva, de la guardia de adultos del Hospital Italiano. En sus tres décadas como enfermero, no recuerda ninguna situación parecida. “Lo de la gripe A fue más breve y no fue tan impactante. El riesgo hoy es masivo porque el virus se dispersa muy fácil: siempre estás pensando que mañana vas a ser vos, que vas a contagiar a tu familia”, dice Leiva, que tiene 57 años y es esposo, padre y abuelo.

Kira Acosta, enfermera de una de las UTI del Hospital Argerich, coincide: “Nos vamos quemando de a poquito, psicológicamente el estrés te va comiendo. Estamos angustiados, con insomnio, a algunos les cuesta comer bien y hay que recordarles que deben nutrirse. Cuando salgo del hospital y me subo al auto para volver a casa, no hay día que no llore”.

Estrés postraumático

Según estudios realizados en China y España, los trabajadores de la salud que atendieron pacientes con Covid-19 pueden padecer síntomas de estrés postraumático y otras secuelas psicológicas. En una investigación de la Universidad Complutense de Madrid de la que participaron 1243 sanitarios, cuatro de cada cinco manifestaron síntomas de ansiedad (uno de cada cinco, cuadros severos) y más de la mitad síntomas depresivos (un 5,6% depresión severa). El 40%, además, dijo estar “emocionalmente agotado” por su trabajo.

“Para la gente, la enfermedad mental no es lo mismo que la física: si uno no ve sangre pareciera que no tiene importancia. Es un poco la postura del Gobierno: durante mucho tiempo no hubo psicólogos en el equipo de asesoramiento sobre la pandemia”, reflexiona la doctora en psicología María Cristina Richaud. Bajo su dirección, el grupo GPS Salud, conformado por investigadores del Conicet y de distintas universidades, realizó relevamientos entre más de 2500 trabajadores de la salud de todo el país de la primera línea de asistencia para conocer sus niveles de bienestar psicológico.

Los resultados encienden alarmas. Los indicadores de depresión, ansiedad e intolerancia a la incertidumbre arrojaron valores altos y muestran un empeoramiento sostenido a lo largo del tiempo. Y aunque el 70% de los encuestados manifestó miedo a contagiarse, solo cuatro de cada diez consideraron que contaban con los elementos de protección suficientes para evitarlo.

“Hay un índice muy alto de contagio y de muerte del personal de salud, el estrés también facilita eso, porque baja la atención y se dejan de cuidar”, apunta Richaud. Según datos proporcionados por la Federación Sindical de Profesionales de la Salud (Fesprosa), hasta el 18 de agosto habían fallecido 72 sanitaristas y había casi 20.000 contagios en el sector. Cuando un enfermero o un médico contrae el virus, sus colegas no solo sienten el golpe emocional de tener que atender a un compañero, sino que además se ven obligados a cumplir con las tareas que esa persona ya no podrá realizar, en el mejor de los casos, durante al menos dos semanas.

“Tenemos el plantel diezmado y se abrieron nuevas terapias. Triplicamos la cantidad de atención, pero no la cantidad de profesionales. Estamos mucho tiempo sobreexigidos. Todo eso te angustia, pero no podés bajar la defensa nunca, tenés que estar siempre con el equipo de protección, explica Acosta, que tiene 41 años y hace 15 trabaja en el Argerich. “Las balas están pegando muy cerquita”, agrega. La metáfora no es exagerada: siete de sus nueve compañeras de turno dieron positivo.

Acosta teme por su madre y su abuela, que viven al lado de su casa y a quienes les hace las compras cotidianas con la mayor distancia posible. “Es un miedo terrible, la mamá y el papá de un compañero fallecieron. Todos tenemos el miedo de poder ser un vector”, asegura. Ella no es una excepción a la regla: el temor a contagiar a seres queridos aparece en nueve de cada diez encuestados por el equipo de Richaud.

Nicolás Alonso es psiquiatra y trabaja en dos hospitales públicos de la Ciudad. Entre los profesionales de la salud que atiende a diario se registran varios “indicadores tempranos de burnout”: dificultad para conciliar el sueño, anhedonia -incapacidad de disfrutar las cosas cotidianas-, cansancio, irritabilidad e incluso ataques de pánico. “El malestar se asocia a las medidas excepcionales y al no poder retomar una vida normal fuera del trabajo. La dificultad de no saber cuándo terminará la pandemia contribuye a ese malestar porque los hospitales van a ser el último lugar que se normalice”, explica.

“Ya no internás caras desconocidas”

Una de las cuestiones más angustiantes es ver que sus propios colegas se enferman. Así lo cuenta la intensivista Brenda Fernández Fernández: “Tanta exposición ha hecho que ahora el plantel médico esté en las camas de terapia intensiva: ya no internás caras desconocidas, sino a tus compañeros. De verlos estables y luchando contra esto pasás a verlos como pacientes. Me pongo en su lugar y deben estar aterrados, porque nosotros conocemos bien la relación entre infectados y muertos. Esta enfermedad tiene una evolución catastrófica”.

En la UTI del Hospital Eva Perón de Merlo, uno de los tres lugares donde trabaja, hay 10 profesionales de la salud internados, cuatro de ellos en grave estado. Hace poco, en el Sanatorio Güemes, donde cumple turnos los fines de semana, murió un cardiólogo con el que trabajaba desde hacía años. Fernández Fernández también está sobrepasada por las guardias de hasta 72 horas: “A veces me pasa que son las dos de la tarde y no comí nada. Te despersonalizás atendiendo otras situaciones”, grafica.

En muchas UTI, el índice de mortalidad se fue incrementando: antes, a las terapias llegaban pacientes delicados, pero allí los estabilizaban y la mayoría lograba recuperarse. El coronavirus, en cambio, no perdona. “Hoy estamos con 55% de mortalidad -cuenta Pozniak-. Nuestro trabajo siempre fue estresante, pero no con esta intensidad, nunca tuvimos tantos muertos por semana. Un lunes murieron cinco pacientes. Detrás de esos cinco que se van, entran cinco más, todos graves”. Cada muerte es un golpe y no deja de sensibilizar a los profesionales aunque sea una situación cotidiana.: “Sentís que es un fracaso. Se va gente joven y se va gente grande y siempre tenés el sentimiento de culpa de que podrías haber hecho algo más”, admite Acosta.

No es solo que más pacientes se mueren, es también cómo se mueren, explica el kinesiólogo intensivista Martín Miles, de la UTI del Ramos Mejía: “A mí lo que más me choca es que los pacientes fallecen solos, con su celular en la cabecera de la cama. Pero están solos y ni siquiera los pueden velar. Esa parte es la que nunca vi. Es lo que más me cuesta que me entre en la cabeza. Es terrible”. Algunos permanecen días y días boca abajo, en coma farmacológico, porque tienen los pulmones llenos de líquido. “Esa maniobra antes la hacíamos una vez por mes, con algún caso muy grave. Es muy difícil ver a tantos pacientes así, como si hubiera explotado una bomba en la mitad de sala. Si le mostrás la filmación de 30 segundos de una terapia intensiva a cualquiera que tenga dudas, lo va a pensar dos veces antes de salir a la calle”, asegura Miles.

Falta de sostén

Un dato inquietante revelado por GPS Salud es que, en este escenario, solo el 32% de los sanitaristas dijo contar con un equipo de contención psicológico. Richaud advierte que, de no tomarse medidas de inmediato, “se van a producir graves problemas, porque con el paso del tiempo las preocupaciones se van cronificando”. Es lo que pasó en otros países en situaciones similares. “En China, un año después del SARS había un gran porcentaje del personal de salud con alteraciones psicológicas”, señala. Y aporta un doloroso antecedente local: “Veinte años después de Malvinas, todavía veíamos excombatientes con estrés postraumático. Por eso es necesario trabajar con psicólogos especialistas en catástrofes”.

La cuestión es aún más urgente dado que, por su alta exposición al virus, los trabajadores de la salud ya no cuentan con esos espacios de contención que antes eran las reuniones con familiares y amigos. Algunos, incluso, viven distanciados de sus parejas para no correr el riesgo de contagiarlas. “Cuando uno vuelve a su casa, le sirve de sostén, cuenta lo que lo angustia. Ni eso tienen, la situación es dramática y no están siendo apoyados para nada”, concluye Richaud.

“No sé si te voy a volver a ver y no sé cuándo te voy a volver a ver. Porque yo siempre voy a estar en riesgo de contagiarme”, le dijo Pozniak a su padre durante su último encuentro, el 19 de marzo, hace cinco largos meses. El médico también extraña reunirse a hacer música con sus amigos. “El arte era mi descanso y me hacía disfrutar de la vida. Hoy no puedo, no hay una vía de escape”, lamenta.

A la enfermera Acosta le cuesta mucho disociarse del trabajo, incluso después del horario laboral: “El insomnio es terrible y tratás de apagar el celular para no leer más nada. Seguís en todos los grupos de WhatsApp y te llegan las notificaciones de lo que está sucediendo, de cómo está la cantidad de camas en la terapia. Tenés a tus propios colegas internados y no te desconectás”.

A Fernández Fernández también la pandemia la persigue como una sombra. En la casa que comparte con su marido, ambos usan barbijo y mantienen la distancia para cocinar o hacer las tareas diarias. A la noche duermen en camas separadas: “Por ahí miramos una película juntos, pero con un metro y más de distancia. “No quiero que se enferme por mi culpa”, expresa.

¿Cómo se imagina el futuro? “Es tan intenso el presente que no puedo pensar en eso. Solo tengo la esperanza de que se encuentre la vacuna o la solución”, responde y enseguida se disculpa porque es tarde y tiene que descansar: mañana será otro día de trabajo intenso en la UTI. Después agradece la conversación y se despide. Y justo antes de cortar el llamado, casi sin darse cuenta, agrega: “Dios mío. Que todo esto termine pronto”.

Por: Federico Acosta Rainis/La Nación




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