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EL SHOW DEL “HOMBRE IMANTADO” Y EL RIESGO DE DINAMITAR LA SALUD PÚBLICA

La escena ocurrió en el Congreso: una diputada llevó a un supuesto “hombre imantado” que, según afirmaron, podía pegarse metales en la piel porque había recibido la vacuna contra la COVID-19. No fue una discusión científica, ni un debate sobre políticas sanitarias, ni una audiencia técnica. Fue un acto de propaganda. Una performance destinada a instalar la idea de que las vacunas son peligrosas y que, por lo tanto, habría que revisar —o directamente desmantelar— el Calendario Nacional de Vacunación. La maniobra es conocida: sembrar miedo para justificar ajustes que de otro modo serían indefendibles. En este caso, el objetivo es erosionar la confianza en una de las herramientas más efectivas y equitativas de la salud pública argentina. Y eso no es un error: es una estrategia. Una farsa presentada como “evidencia” El espectáculo del “imán humano” no resiste el menor análisis científico. La supuesta magnetización corporal carece de cualquier evidencia, no tiene mecanismos fisiológicos plausibles y ya fue refutada por expertos de todo el mundo. El truco del metal pegado a la piel se explica por sudor, fricción, tensión superficial o simplemente por habilidad para realizar una puesta en escena convincente ante cámaras. Pero la ausencia de base científica no es el problema central. Lo grave es que se utilice el Congreso Nacional —el lugar donde se discuten políticas públicas— para amplificar desinformación que puede poner vidas en riesgo. Cuando una diputada valida públicamente una mentira, el mensaje no es inocuo: deteriora la confianza ciudadana en la vacunación, y eso tiene consecuencias epidemiológicas concretas. ¿Qué está en juego? El Calendario Nacional de Vacunación no es un capricho ni una formalidad burocrática. Es una política sanitaria que sostuvo por décadas la baja de enfermedades endémicas, la erradicación de otras y la prevención de miles de muertes infantiles. Cada dosis gratuita y obligatoria protege a una persona, pero también —y sobre todo— al conjunto de la sociedad. Desfinanciarlo, flexibilizarlo o convertirlo en un menú optativo sería retroceder décadas. Sería abrir la puerta a rebrotes de sarampión, meningitis, poliomielitis o coqueluche. Sería exponer a bebés, adultos mayores e inmunocomprometidos a enfermedades que hoy casi no vemos justamente porque existen las vacunas. El episodio del “hombre imantado” es funcional a quienes buscan debilitar ese sistema. No porque les importe la ciencia, sino porque quieren convertir un derecho en un gasto prescindible. Cuánto cuesta —y cuánto ahorra— vacunar Los números son claros. Durante la pandemia, la Argentina destinó alrededor de $155.000 millones en 2021 para la compra y distribución de vacunas contra el COVID-19, y aproximadamente $33.000 millones en 2022 para continuar con la campaña y fortalecer el Programa de Inmunizaciones. Puede parecer mucho. Y lo es. Pero cualquier economista de la salud sabe que la vacunación siempre es más barata que la enfermedad. Un solo brote de una enfermedad prevenible puede costar más que varios años enteros de vacunación: camas ocupadas, internaciones prolongadas, pérdida de días laborales, secuelas permanentes y mortalidad evitable. El costo del “no hacer” es infinitamente más alto que el costo de sostener un programa de vacunas. Recortar el calendario no es ahorrar: es hipotecar la salud futura a cambio de un titular de hoy. La política del miedo Presentar a un farsante como evidencia científica no es ingenuo. Utiliza el miedo como combustible político. Nadie que haya conversado una hora con un epidemiólogo serio puede creer de verdad que una vacuna genera magnetismo. Pero la posverdad no necesita argumentos: necesita emociones. Y pocas emociones son más eficaces que el miedo al cuerpo, al daño invisible, a lo que uno no controla.

El Ojo De San Martín

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