La desigualdad, las ciudades densamente pobladas, las legiones de trabajadores informales y los débiles sistemas de atención médica han socavado los esfuerzos gubernamentales de combate a la pandemia.
CIUDAD DE MÉXICO— A fines de marzo, el gobierno mexicano pronosticó con calma que su brote de coronavirus alcanzaría el punto máximo en abril.
Unas semanas después, cambió su predicción a mediados de mayo.
Y luego a finales de mayo. Y luego a junio.
Ahora, con el aumento de nuevas infecciones las constantes predicciones del gobierno enfrentan mayor indignación e incluso escarnio y muchos mexicanos han llegado a su propia conclusión: nadie lo sabe.
“Obviamente, la predicción no es una garantía de precisión”, reconoció Hugo López-Gatell, el funcionario federal a cargo de la respuesta de la nación al virus.
México, como el resto de América Latina, se ha convertido rápidamente en un epicentro de la pandemia, una frontera preocupante para un virus que se ha cobrado la vida de más de 460.000 personas e infectado a más de nueve millones en todo el mundo.
El coronavirus iba a golpear con fuerza América Latina. Incluso antes de su llegada, los expertos advirtieron que en la región, la mezcla combustible de desigualdad, ciudades densamente pobladas, legiones de trabajadores informales que viven del día a día y sistemas de atención médica privados de recursos podrían socavar incluso los mejores intentos para frenar la pandemia.
Pero al ignorar los peligros, dar tumbos en la respuesta, descartar la orientación científica o experta, retener datos y simplemente negar la extensión del brote, algunos gobiernos han empeorado las cosas.
Han pasado meses desde que la pandemia llegó a América Latina, pero a diferencia de lo que sucede en partes de Asia, Europa y las ciudades más afectadas de Estados Unidos, el virus solo está ganando fuerza en toda la región. Las muertes se han más que duplicado en América Latina en un mes, según la Organización Panamericana de la Salud, y la región ahora da cuenta de varios de los peores brotes del mundo.
En las últimas semanas, Brasil a menudo registra el mayor número de nuevas infecciones y muertes diarias en el mundo, y no muestra signos de desaceleración. Perú y Chile ahora tienen más casos per cápita que Estados Unidos. Los nuevos casos continúan en aumento en México, que recientemente se convirtió en uno de los pocos países en alcanzar los 1000 muertos en un solo día.
En muchos sentidos, el enfoque vacilante y disperso de respuestra ante la pandemia en partes de América Latina se asemeja al enfoque desorganizado de Estados Unidos: algunos presidentes en la región han cuestionado cuán peligroso es el virus, otros han defendido remedios no probados, infundados o incluso peligrosos, se han enfrentado amargamente con los gobernadores estatales y otros se niegan a usar mascarillas en público.
Y a medida que el virus irrumpe en la región, la corrupción ha florecido, la ya intensa polarización política en algunos países se ha profundizado, y algunos gobiernos han reducido los derechos civiles. En El Salvador, miles de personas han sido detenidas, muchas por violar las órdenes de quedarse en casa, a pesar de las demandas de la Corte Suprema de que terminen las detenciones.
Las economías, ya debilitadas antes del virus, yacen en el precipicio de la ruina. Millones están sin trabajo, con millones más en riesgo. Naciones Unidas ha dicho que la pandemia puede resultar en una caída del 5,3 por ciento en la economía regional —la peor en un siglo— al forzar a unos 16 millones de personas a la pobreza extrema.
“En meses podemos perder lo que ganamos en 15 años”, dijo Julio Berdegué, el representante regional para la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.
En Brasil, donde el presidente Jair Bolsonaro pasó meses minimizando la amenaza del virus —llamándolo una “gripecita” y criticando los cierres impuestos por los gobernadores, los epidemiólogos dicen que la cifra de muertos podría superar el total de Estados Unidos para convertirse en el más alto del mundo a finales de julio.
En México, donde el presidente Andrés Manuel López Obrador ha sugerido que una conciencia tranquila ayuda a prevenir las infecciones —“no mentir, no robar, no traicionar, eso ayuda mucho para que no dé el coronavirus”, dijo hace poco a los periodistas— el país ya ha sufrido tres veces más muertes que las pronosticadas por los funcionarios al principio.
No todo es grave en la región. Naciones como Uruguay y Costa Rica parecen haber evitado lo peor hasta ahora, mientras que una intervención de atención médica casi militar en Cuba ha dejado a la nación isleña en mejor posición que la mayoría.
Pero en gran parte de América Latina, lo peor aún puede estar en camino.
Colombia está entrando en su recesión más dura desde que comenzó el registro de esas cifras hace más de 100 años. Venezuela está en caída libre. Ecuador enfrenta una crisis de deuda y un regreso de la agitación social masiva. Perú ha pasado de proyectar el crecimiento económico más rápido de la región a una de sus peores contracciones. En algunas naciones sudamericanas, como Chile y Colombia, los casos apenas comienzan a surgir.
En Argentina, que impuso medidas de cuarentena estrictas y exitosas, un nuevo brote, principalmente en el área metropolitana de Buenos Aires, ha preocupado a los funcionarios. El número de casos se ha más que cuadruplicado en el último mes, mientras que las muertes se han más que duplicado.
“Estamos bien por todo lo que hicimos, pero tenemos posibilidades de que el incremento de casos se convierta en un problema difícil de manejar”, dijo Ginés González García, el ministro de Salud de Argentina.
América Latina tiene una amplia gama de políticas, culturas, geografías e historias. Pero algunos puntos en común pueden ayudar a explicar por qué, a pesar de al menos un mes de aviso anticipado de que el virus estaba en camino, muchos países lucharon para amortiguar el golpe.
En toda la región, se estima que el 53 por ciento de los trabajadores laboran duramente en el sector informal, venden comida en las calles, trabajan a medio tiempo en la construcción o limpian las casas de familias más ricas. Muchos viven en zonas densamente pobladas de las ciudades más grandes de la región, en vecindarios donde el saneamiento es deficiente y el acceso a agua potable es limitado. En general, no tienen cheques de pago ni pensiones ni seguros ni beneficios.
Para muchos, ponerse en cuarentena es morirse de hambre.
“Si no puedo trabajar, no puedo comer, es tan simple como eso”, dijo Mario Muñoz Cruz, un lustrabotas en Ciudad de México. “Si los médicos y los expertos me dicen que me quede en casa, yo les preguntaría: ‘¿Y entonces qué como?’”.
Si bien el virus tiene una aparente cualidad democrática —puede infectar a cualquiera, incluidos líderes como el presidente de Honduras, Juan Orlando Hernández— sigue y explota las disparidades que ya dividen la región.
Los factores de riesgo como la diabetes, la hipertensión y la obesidad son generalmente más altos entre los pobres. Y mientras los ricos pueden pagar hospitales privados, los pobres dependen de los sistemas de salud pública saqueados por años de abandono. En promedio, las naciones en la región invierten en salud aproximadamente una cuarta parte de lo que las naciones desarrolladas gastan cada año.
Incluso en países donde la respuesta fue sin duda ejemplar, como Perú, la pobreza endémica abrumó las mejores intenciones. Ahora el país está luchando contra uno de los peores brotes en el mundo, y con las consecuencias económicas.
Delmira Vásquez, de 36 años, se mudó a Lima a principios de marzo, como muchos peruanos de provincias más pobres que han visto sus esperanzas desvanecerse en la pandemia.
Su esposo, un obrero de la construcción, encontró trabajo una semana después de llegar a Lima, pero lo perdió la semana siguiente debido al estricto confinamiento nacional que cerró la mayoría de las actividades.
“Ahora solo comemos porque damos pena a los vecinos”, dijo Vásquez desde la choza de una habitación que comparte con su esposo y sus tres hijos en un barrio pobre sobre una colina.
Las zonas rurales tampoco se han salvado. En la pequeña ciudad colombiana de Leticia, a lo largo del río Amazonas, la tasa de mortalidad registrada es casi 28 veces más alta que la del país en su conjunto, según datos del gobierno.
“La situación en Leticia es gravísima”, dijo el doctor Mauricio Diaz, quien trabaja ahí y describe a su hospital como “una parodia” de hospital. Hace pocos días, dijo, llegaron cuatro ventiladores. Pero los tomacorrientes no sirven para conectarlos, y “no se han podido usar”, dijo.
El grado de sufrimiento padecido por algunas naciones no ha sido inevitable, dicen los expertos, señalando a Brasil, México y Nicaragua por un liderazgo particularmente pobre durante la crisis.
En Nicaragua, el presidente Daniel Ortega rechazó las medidas adoptadas en todo el mundo para frenar la propagación del virus, al decir que la mayoría de nicaragüenses eran demasiado pobres para no trabajar debido a un confinamiento. Las escuelas y las empresas permanecieron abiertas, a pesar de que cientos de médicos en todo el país pidieron al gobierno reconocer que el virus estaba proliferando.
En abierto desprecio a los riesgos, el gobierno organizó una manifestación, en solidaridad con los países que estaban atravesando la pandemia. Se llamó “Amor en tiempos de la COVID-19”, y se llevó a cabo mientras otras naciones ordenaban o instaban a sus ciudadanos a quedarse en casa.
A medida que el virus arrasaba Brasil y provocaba una ira generalizada contra el presidente Bolsonaro, su gobierno tomó una decisión que sorprendió a los expertos en salud: simplemente dejó de reportar el número total de muertes. Y mientras su ministerio de salud pedía a la gente que se quedase en casa, Bolsonaro alentó manifestaciones masivas y estrechó manos en público.
El presidente de México, López Obrador, también se burló del virus al principio, continuó dando abrazos y besos a sus seguidores, y alentó a los mexicanos a ir a los restaurantes hasta finales de marzo. Incluso su zar del coronavirus, López-Gatell, afirmó que la “fuerza del presidente” era “moral” y que lo protegería del virus, y hasta el mes pasado, desestimaba la utilidad de las mascarillas.
“Una de las lecciones fundamentales que están surgiendo de esta pandemia es que los gobiernos marcan la diferencia”, dijo Octavio Gómez Dantes, investigador en el Instituto Nacional de Salud Pública de México. “La evolución de la pandemia depende de una forma importante de la respuesta de varios gobiernos”.
Con menos de 1000 casos confirmados y 24 muertes, Uruguay se destaca en la región.
El pequeño país de 3,4 millones de habitantes promulgó rápidamente un sistema de rastreo de contactos y, cuando solo tenía cuatro casos confirmados, cerró las fronteras, suspendió las escuelas y pidió a la población que se quedara en casa. Los uruguayos escucharon.
“Tuvimos éxito gracias a los ciudadanos que entendieron la urgencia y la importancia de cuidarse y cuidarnos entre todos”, explicó José Luis Satdjian, subsecretario del Ministerio de Salud de Uruguay.
El relativo éxito ha extendido el período de luna de miel para el presidente Luis Lacalle Pou, quien había estado en el cargo solo dos semanas cuando la nación confirmó su primer brote de COVID-19 a mediados de marzo.
“Los uruguayos consideran que el gobierno ha llevado muy bien esta situación”, dijo Mariana Pomiés, directora ejecutiva de Cifra, una firma local de encuestas. “Esto de la pandemia ha beneficiado al gobierno”.
The New York Times (en español)