Hay quienes sostienen que mentir es un arte. Y que mentir es el arte de la política. Sobran frases dizque ingeniosas, superficialmente simpáticas, que dan por hecho que «palabra de político», etc, etc. Y así hay muchas formas de aniquilación del que piensa diferente: «Es un político y ya sabemos»; «Es K y está todo dicho». Apotegmas berretas que se completan con: «A mí no me interesa la política». Y así siguiendo.
Y no sólo en la política: el «vivo», el que con astucia engaña a otro, o a un auditorio, es la versión criolla del timador. La «viveza criolla» se pretende graciosa, inocente, incluso plausible. «Somos unos vivos bárbaros», se ufanan algunos. O no lo pronuncian pero lo actúan.
Mentir es decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa. Y la acepción completa incluye fingir, aparentar, falsificar. Y también inducir a error, quebrantar lo pactado, prometer lo que no se cumplirá. De donde mentir es un verbo de condena, porque sirve para estafar, engañar y aprovecharse de la buena fe de los demás.
Cuando yo era muchacho y en tiempos del presidente Illia militaba en la Juventud Radical –mi primera militancia–, escuché una vez esta frase: «La política es una mierda, pero sin política no se organiza una sociedad». Esa comparación escatológica me resultó decisoria para toda la vida: en una democracia ser ciudadano obliga a participar con honradez y conciencia social.
Lo que jamás pensé fue que el descrédito de la política argentina alcanzaría niveles de política en sí misma para destruirla, anulando el diálogo entre diferentes y envenenando la convivencia. Que es lo que sucede hoy en nuestro país, donde la antipolítica, la no política y la satanización de la política son estrategias para desde la mentira y la sobreactuación engañar políticamente a nuestro pueblo.
Que es la estrategia del neoliberalismo que corrompe al planeta y que aquí lleva casi cuatro años destruyendo el trabajo, la producción, la educación, la solidaridad social y cuantimás.
La tan cacareada grieta es, en la Argentina, la política de mentir con alevosía y descaro para la destrucción del tejido social. De ahí vienen los calificativos infamantes que hoy imperan en ambos lados de ese maldito divorcio: unos dicen de los otros que son «kakas», o sea negros, indios, choripaneros, feos y sucios, mientras los otros les responden con el genérico «gorilas», que engloba a la vieja oligarquía, el catolicismo ultramontano, el antiperonismo cerril, los latifundistas y la caterva de colonizados que se apropiaron del gobierno y ya no respetan Constitución ni leyes (y que por eso mismo condenan a quienes sostenemos que la Argentina necesita, y alguna vez tendrá, una nueva Constitución Nacional para una democracia participativa y con un sistema de justicia verdaderamente independiente que corrija todas las taras actuales).
La grieta es hija de la mentira y se sostiene por la mentira. Machaca engaños desde los medios oficialistas –hoy casi todos– mintiendo hora tras hora por acción y también y sobre todo por omisión, es decir ocultamiento, negación y anestesiamiento colectivo. Lo padecemos a diario y nos plantea un problema doble, porque además de ser un abuso refuerza la antipolítica, induciendo a que vastos sectores populares se convenzan y repitan latiguillos como que «todos los políticos mienten y son corruptos», estupidez fomentada por los estafadores de la política hoy en el gobierno y sus «periodistas» serviles.
Es absolutamente falso que la culpa de todos los males argentinos sea de la política, que es un arte superior. «No necesitamos más política», condenan algunos, como lo dijo Bolsonaro y fue la política de Hitler y es de hecho la de Trump. Falso todo, porque sí se necesita y sobre todo más y mejor política. Todos los pueblos la necesitan, porque hoy el drama del planeta no es sólo económico sino fundamentalmente político.
El que miente siempre especula, toma ventaja. Manipula. A su modo, roba. Se queda con lo más profundo de lo ajeno: los sueños, el amor, el trabajo, la salud, el tiempo, las ilusiones. Todo eso roban l@s polític@s que hoy mienten desde posiciones antipolíticas, asistidos por redactores que se formaron coqueteando con Videla y con Massera.
Juan Rulfo decía que la literatura es mentira, pero nunca falsedad. Porque legitima la fantasía, la imaginación, la invención de vidas y mundos irreales, que sabemos que no son pero que en la literatura sí son porque pueden ser. Lo que no se vale es falsear, enseñaba en el café de la Librería El Ágora, porque falsear es un engaño malicioso, una invención «convenenciera» como decía, porque es tomar ventaja, aprovecharse del lector. Y también subrayaba –todo empeño en forzarnos a razonar– la centralidad de la ética, porque cuando uno escribe una ficción –cuento o novela– o cuando brota un poema, uno está inventando un mundo. Que por brutal o doloroso que sea siempre será inocuo, inocente, porque es un mundo que no existe ni daña, y luego entonces no es condenable porque no miente, en todo caso propone una ilusión, un momento sublime, una exhortación por vía del símil, la metáfora, el drama teatral. Pero no engaña, no estafa a nadie; no induce a error ni quiebra pactos. Es mentira, pero no falsedad.
Por allí andaban las disquisiciones magistrales de Juanito, como lo llamábamos, fieles como perros, mudos y con los cerebros a toda máquina porque no se grababa, no se tomaban apuntes, eran conversaciones de café sin programa ni materia, simplemente «cafés habladitos» en los que imperaba, implícito, el viejo apotegma: el que sabe expone, los demás escuchan.
Ahora en cambio se pretende que los «relatos» deformen la realidad. Ya reescribieron la Historia llenándola de mentiras, ensalzando asesinos y ninguneando patriotas. Y ahora pretenden que la sociedad apruebe el fraude electoral que preparan y que defendió esta última semana el Sr. Adrián Pérez, secretario político del Ministerio del Interior, diciendo que «ha mejorado mucho la transmisión, para darle más transparencia y más agilidad». Lo dijo luego de fracasar por tercera vez en las pruebas del ya insostenible sistema electrónico, que hay que recordar que Macri impuso por decreto y en año electoral.
(De Página 12)