Cuando Alberto Fernández llegó a la presidencia la Argentina estaba rodeada por gobiernos de derecha. La victoria de Luis Lacalle Pou en Uruguay batiendo al Frente Amplio terminó de cerrar el cerco contados días antes de la jura de Alberto. Si el recién desembarcado en la Casa Rosada quería tomar un café con un colega de ideas más o menos similares tenía que volar hasta México, que queda bastante lejos. Para colmo Donald Trump presidía Estados Unidos y pintaba favorito en las elecciones.
Un año de pandemia después, el mapa es más promisorio sin ser regocijante. Joe Biden batió a Trump. Luis Arce consiguió la presidencia en Bolivia.
Buena noticia, dentro del escaso margen disponible, en la Casa Blanca. Claro que ni el más fanático albertista (si tal especie existe) puede atribuirle a la política exterior argentina mérito alguno en dicho viraje.
Muchos le corresponden en la recuperación democrática de Bolivia. La hazaña la construyeron los dirigentes del MAS, su militancia, su base social. Pero también contribuyó la decidida acción de Fernández en el peor momento; cuando los golpistas querían encarcelar y acaso atentar contra la vida del expresidente Evo Morales y el ex vice Álvaro García Linera. Electo pero sin asumir AF se movió en yunta con el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Le garantizó seguridad a Evo, organizó a las apuradas un viaje digno de un thriller. Después se le concedió asilo a Morales. Se le permitió “hacer política”, se pactó (sin hacer alharaca) que no se acercara a las fronteras con Bolivia. Ahí comenzó a construirse la candidatura alterna de Arce, la hábil adecuación a las reglas capciosas que fijaba la mandataria de facto Yanine Áñez. Los cuadros dirigentes del MAS reconocieron la fraterna y eficaz participación de “Alberto”.
La caminata de Fernández y Evo Morales por el puente entre La Quiaca y Villazón es la mejor escena de la política exterior del Gobierno y un símbolo de la hermandad regional.
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La disputa por la titularidad del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) terminó en derrota tal vez agravada por haber sido abandonados en el camino por el mexicano AMLO, supuesto aliado. Argentina objetó, con toda razón y fundada en antecedentes históricos, que el estadounidense Mauricio Claver- Carone se quedara con ese cargo, reservado desde siempre a los países latinoamericanos. Patoteada de Trump que supo conseguir países aliados (algunos obvios, clientela cautiva) y disuadir indecisos.
Republicano furioso, aliado del expresidente Mauricio Macri, enemigo cerrado del gobierno cubano. Claver-Carone era y es imbancable. AF acertó en hacerle frente pero en el rush final midió mal la relación de fuerzas y el conteo de los aliados. La elección se perdió, Argentina quedó bastante sola. La ética de las convicciones y la defensa del interés nacional quizá pudieron manejarse con más destreza fina en los tramos finales.
El presidente incurrió en traspiés involuntarios durante las célebres conferencias de prensa durante la cuarentena. Comparaciones prematuras con desempeños de otros países (desde Suecia hasta Chile), filminas con mala información generaron roces innecesarios, incómodos. No obstante AF generó buenos vínculos con pares de otros Estados. Contrarió las prevenciones de la Vulgata mediática: no se aquerenció en Venezuela, Irán o Cuba. Mantuvo vínculos cotidianos con Jefas y Jefes de Estado de la región y los países centrales.
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En los tres meses y un cachito de normalidad, Fernández peregrinó a Europa y dialogó con la alemana Angela Merkel, el francés Emmanuel Macron, el español Pedro Sánchez. Le dio manija al zoom a partir de abril. Armó coloquios habituales con colegas para intercambiar saberes, vivencias y datos sobre la peste sanitaria. Las características personales de AF lo favorecen en ese terreno.
El objetivo principal de los paliques consiste en buscar apoyo para las negociaciones de la deuda externa. Explicar que Argentina quiere pagar pero necesita crecer antes, contar con años de gracia.
La pandemia cayó como una lluvia ácida sobre el territorio devastado por el macrismo. La dialéctica, empero, fomentó reacciones internacionales diferentes a las elegidas ante la crisis de 2008-2009. Con la Unión Europea a la cabeza cundieron políticas expansivas, inversión social ampliada. Un paradigma no tan distinto al que propone Argentina. El argumento kirchnerista “los muertos no pagan. Déjennos crecer primero” cuenta con base más sólida y oídos más atentos. De nuevo, sin hacerse grandes ilusiones.
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Venezuela suscita exigencias de la Casa Blanca y sus dependencias como la Organización de Estados Americanos (OEA). La derecha autóctona exige al oficialismo sumisión, ser lamebotas al mango. Desde el otro rincón, integrantes del Frente de Todos claman por definiciones más drásticas, una retórica más inflamada, un enfrentamiento frontal al establishment internacional. Alberto Fernández hace equilibrio, sosteniendo premisas razonables que no terminan de conformar a nadie. No a la injerencia o intervención extranjero en la política venezolana. Desconocer a Juan Guaidó, el pseudo presidente designado en Washington. Promover iniciativas de diálogo.
El episodio más controvertido, en el frente interno, fue votar a favor del informe de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas presentado y suscripto por la expresidenta chilena Michelle Bachelet. No hay modo de complacer a la fuerza propia, en este sentido. Este cronista entiende que el Gobierno actuó bien porque dada la tradición argentina es chocante descalificar a un informe de un organismo internacional sobre DDHH.
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Esta síntesis apretada e incompleta se centra en la diplomacia presidencial, ejercida por jefes de Estado. La que produjo resultados formidables en muchos años de este siglo, UNASUR y Cumbres varias incluidas.
Con dificultades severas para hablar (tan siquiera) con el presidente brasileño Jair Bolsonaro, con un Estado débil tras cuatro años de neo conservadorismo, Fernández se ha rebuscado para negociar en condiciones adversas, darle una mano al MAS en Bolivia, llegar a un buen acuerdo con los bonistas privados. Hasta se da lujitos sencillos como compartir un asadito con Lacalle Pou. Si se asume la verdadera imagen corporal, la de un país emergente, empobrecido, aislado geopolíticamente, el saldo es más que interesante dentro de lo accesible.
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