El resultado electoral, un llamado de atención para el peronismo. Milei, ¿Menem 1991 o Macri 2017?
Hace una semana, en este mismo espacio, aparecía con cierta perplejidad la pregunta por la apuesta de Scott Bessent. Llamaba la atención la audacia en favor de una causa históricamente perdida, como el valor del peso argentino, en el marco del apoyo extraordinario a un Gobierno que enfrentaba una perspectiva electoral incierta y venía de una derrota contundente en el principal distrito del país. El secretario del Tesoro puso en riesgo prestigio político y fondos concretos de los contribuyentes estadounidenses.
El diario del lunes arrojó una lección de humildad respecto del talento financiero del hombre que inició su carrera en las grandes ligas al lado de George Soros, ganándole una pulseada al Banco de Inglaterra sobre el valor artificialmente inflado de la libra esterlina y, también, sobre el poder del arsenal financiero estadounidense para contribuir a moldear decisivamente la voluntad del electorado. La consultora 1816 calculaba una ganancia —no realizada— que, de piso, era de decenas de millones de dólares y el propio Donald Trump declaró que la elección le había hecho ganar “mucho dinero” a los Estados Unidos.
Del otro lado del mostrador, es imposible pensar el resultado electoral que finalmente se produjo si el Gobierno no hubiera contado con los recursos materiales y el peso político de los Estados Unidos. Desde el “lo que sea necesario” para auxiliar a la Argentina, el anuncio del swap y las compras directas de pesos argentinos a través del mercado de bonos, el contrafáctico a esa intervención era un dólar cuyo techo hubiera estado muy por encima de los $1500 de la banda y un gobierno intentando, sin éxito, contener la salida masiva con las reservas prestadas del Fondo Monetario Internacional.
El Gobierno se olvida, en su frenesí, de que si bien el problema político existía –y posiblemente haya sido el principal driver de la aceleración de la crisis–, el pedido desesperado de ayuda a Estados Unidos se precipitó por la fragilidad del programa económico. Sin la mesada del Tío Scottie, el Gobierno hubiera tenido una crisis preelectoral que lo hubiera alejado, indudablemente, del resultado final. El Tesoro estadounidense permitió al Gobierno ofrecer la ilusión de un punto de llegada económico posible y encarar el último tramo con algo parecido a un escenario de estabilidad en términos de control de la inflación.
En ese marco, el contraste con la postura de la oposición peronista se hizo más verosímil. La percepción de que, en términos macroeconómicos, la falta de articulación de una propuesta alternativa a la oficial ocultaba una visión nostálgica del combo de déficit fiscal, cepo y emisión monetaria —justa o injusta— se materializó en el resultado electoral. Lejos del efecto contraproducente que generaron sus amenazas en países como Canadá o Brasil, la muy atípica y disruptiva declaración de Trump condicionando la asistencia a nuestro país al resultado de una elección de medio término avivó en la Argentina una idea extendida que relaciona al kirchnerismo con el desbarajuste económico que se hizo evidente durante el gobierno del Frente de Todos.
La extensión de la idea dicotómica de que es el Gobierno o el caos es una explicación insoslayable para entender la contundencia de la victoria nacional de un oficialismo que la unanimidad de los sondeos –a excepción del dirigente bonaerense Joaquín de la Torre– veía vulnerable en términos de su popularidad, con una economía en serias dificultades, con meses de tendencia recesiva y bajo presión en materia cambiaria. Para ganar elecciones no hace falta ser bueno, sino que te vean preferible a la alternativa. La idea que repetía en la noche de la derrota el sector de Cristina Fernández de Kirchner —que responsabilizaba, en parte, al desdoblamiento electoral pergeñado por Axel Kicillof en la provincia de Buenos Aires porque habría activado y movilizado al antiperonismo— contiene la admisión tácita sobre el nivel de repudio que ese sector despierta en una parte mayoritaria o muy significativa de la sociedad. No incorporar ese aspecto al análisis es hacerse trampa al solitario.
Más allá de que en términos discursivos difícilmente admita ningún cambio significativo en la orientación de su programa económico, monetario y cambiario, si el gobierno no corrigiera drásticamente el rumbo se encuentra destinado a depender, en poco tiempo más, de otro conejo de la galera tras los dólares del blanqueo, el acuerdo con el FMI y el salvataje del Tesoro estadounidense. Por el contrario, debería postergar la velocidad de la desinflación —muchísimo más dolorosa para bajar de 30% a menos de 5% que de 200 a 30% anual, con efectos benéficos menores— para dar sostenibilidad externa a su programa de ajuste, concentrado hasta el momento exclusivamente en el balance fiscal interno. Con significativos compromisos de deuda por delante, el gobierno debería evitar la tentación de esperar que los mercados le financien otro ciclo de apreciación insostenible y adoptar una estrategia cambiaria compatible con la acumulación de reservas genuinas, que haga atractiva la idea de quedarse en pesos a mediano y largo plazo sin temer un colapso en el valor de la moneda.
La idea del “riesgo kuka”, repetida por el ministro de Economía, encontró en la elección bonaerense de septiembre una excusa ideal que parece haberse confirmado ayer. Sin embargo, aquel “comprá, campeón” de Luis Caputo en julio –durante el pico de la valorización artificial de la moneda– y el rápido deterioro subsiguiente precedieron largamente aquel triunfo provincial de Kicillof. Si el Gobierno no consume de la que vende, deberá corregir rápidamente. Los antecedentes no son alentadores: hasta el momento, el oficialismo dejó pasar todas las oportunidades de dar sostenibilidad a un programa que tuvo como logro innegable —pero casi solitario— la baja de la inflación y la recuperación de cierta estabilidad. ¿Por qué sería distinto en esta ocasión?
La economía poselectoral es una economía intervenida. A cambio del salvataje de Washington, el oficialismo cedió grados de soberanía y libertad para diseñar su política económica, que se decidirá, en gran parte, en la capital estadounidense. Allí, asegurar el cobro de su propio crédito será una prioridad de primer orden, que se extiende también al crédito del FMI y de los fondos privados que rodean a la administración Trump. La presencia de Jamie Dimon, el mandamás de JP Morgan en el país la semana de la elección, evidencia la profundidad del involucramiento estadounidense.
Por último, el éxito o fracaso de Javier Milei —el principal aliado de Estados Unidos en la región— es también un ejemplo para todo el continente, que hoy ocupa un lugar prioritario en la agenda trumpista y un ícono de la derecha global. Parece garantizado, entonces, que el serio apoyo preelectoral que obtuvo se prolongue los próximos dos años. El precio a pagar reverberará en la capacidad de decisión no solo sobre las principales cuestiones económicas, sino también sobre la gobernabilidad, las alianzas y los acuerdos necesarios para alcanzarlas. Con Trump en el lugar reservado a la soberanía popular, quizás toque al presidente Milei aquel adagio surgido en Polonia en el siglo XVI, que se aplica habitualmente a las monarquías constitucionales europeas: “El rey reina, pero no gobierna”.
Los ojos, entonces, están puestos ahora en el rediseño político del gobierno. Ante la inminente salida de Guillermo Francos, en el entorno de Karina Milei señalaban a Manuel Adorni como el favorito de la hermanísima. Sin embargo, la discusión a estas horas –más allá de los cargos– orbita alrededor de quién tendrá el monopolio de la interlocución política. Los gobernadores y los enviados del gobierno de Trump le dejaron en claro –en más de una ocasión– al presidente que quieren que esa persona sea Santiago Caputo. El riesgo de Milei es creer que el triunfo, lejos del último voto de confianza, fue una validación acrítica a lo hecho hasta el momento. Si uno se guiara por el discurso que leyó, el presidente parece haber entendido que para las reformas que necesita, el Congreso no solo es necesario sino que se transforma en imprescindible porque no se inventó hasta el momento otro método para aprobar leyes. En la Cámara de Diputados se despejó el escenario y Martín Menem continuará como presidente dentro de un esquema que también puede narrarse como ganador motivado por los resultados en provincias como Córdoba, Neuquén o Misiones.
Otro aspecto que miraba de cerca el establishment es la conformación de la Cámara Alta. Los 20 senadores que alcanzó La Libertad Avanza permitirían al oficialismo –acuerdo con el peronismo mediante– alcanzar los dos tercios para nombrar jueces de la Corte, el procurador y las vacantes persistentemente reclamadas por el Poder Judicial. Y si ese acuerdo excluyera a los 10 netamente cristinistas, el gobierno podría suplirlos con los partidos provinciales. Una movida –la del acercamiento con los gobernadores– que no debería postergar más allá de esta semana donde los mandatarios provinciales volvieron a su estado inicial de docilidad con la Casa Rosada.
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