Si en otro momento se podía hablar de “olas” que la movían hacia la derecha o hacia la izquierda, ahora Sudamérica se asemeja más a un corcho flotante en el medio de una palangana.
Hace pocos días concluyó en Buenos Aires la séptima cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). La reunión tuvo bastante pirotecnia: Nicolás Maduro decidió cancelar su asistencia debido a la posibilidad de protestas y aún de medidas judiciales en Argentina; el ministro de Economía argentino, Sergio Massa, trató de “hermano menor” a Uruguay y el presidente oriental le respondió que estaba en Disney; el presidente chileno Gabriel Boric criticó públicamente tanto a Maduro, a Daniel Ortega de Nicaragua, como a la presidente en ejercicio del Perú, Dina Boluarte. Al finalizar la cumbre, Argentina cedió la presidencia rotatoria a San Vicente y las Granadinas, una pequeña nación insular caribeña que cuenta con sólo 100.000 habitantes. Tiene paradisíacas playas, con el condimento de que su isla principal tiene en su centro un volcán en actividad que tuvo su última erupción en 2021 (igual re estoy para ir en el cuerpo diplomático si hace falta).
La región está convulsionada. Si en otro momento se podía hablar de “olas” que la movían acompasadamente hacia la derecha o hacia la izquierda, ahora Sudamérica se asemeja más a un corcho flotante en el medio de una palangana transportada por una persona en estado de emoción violenta, al trote (la metáfora, si no elegante, creo que es gráfica). En Brasil la victoria y asunción de Lula Da Silva se vieron empañados por la irrupción violenta de simpatizantes de Bolsonaro en las sedes de los poderes legislativos, ejecutivo y judicial de Brasil. En Perú la fugaz presidencia de Pedro Castillo dio paso a su destitución y a una situación de revulsión social de recrudecimiento de la represión y la militarización. Incluso en un país que no sufre esos grados de violencia, como Chile, el optimismo por la presidencia de Gabriel Boric dio paso al desencantamiento, el rechazo al borrador de una nueva Constitución por la mayoría popular y a bajos niveles de popularidad del presidente.
Entonces, no podría hablarse de un giro a la derecha o un giro a la izquierda, sino más bien de un especie de “maniobra de posiciones” entre partidos, coaliciones o movimientos de izquierda y otros de derecha, en donde los avances son precarios, los retrocesos frecuentes, y la norma es la imposibilidad de formar hegemonías duraderas y estables. Eso, sin mencionar la aparente incapacidad de la región para coordinar ningún tipo de política unificada en relación a temas de derechos humanos, ambientales, o de sostenimiento a la democracia en casos de backsliding obvio, como Nicaragua, Venezuela, y probablemente Perú.
Esta situación genera dos datos, sin embargo, que marcan la posibilidad de una era con algunas características novedosas y, por qué no, con cierto optimismo. El primero es el hecho, al mismo tiempo obvio y poco comentado, de que la política exterior del gobierno de Joe Biden hacia la región parece haber girado como fruto de la interna norteamericana, que está signada también por este mismo enfrentamiento posicional.
Explico. Durante décadas no hubo casi diferencias entre los posicionamientos de gobiernos republicanos y demócratas hacia Sudamérica: la totalidad del establishment de política exterior de Estados Unidos se definía como la “ciudad luminosa sobre la colina” destinada a orientar a la región, con dosis variables de palo y zanahoria, hacia la eliminación de todo lo que oliera a populismo de izquierda, y con una mayor tolerancia hacia populismos de derecha.
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El ascenso de Donald Trump rompió este consenso bipartidista. El gobierno de Joe Biden necesita para su propia subsistencia no sólo bloquear el retorno de Donald Trump a la presidencia, sino también desarmar o al menos contrabalancear la red de amistades, contactos y colaboraciones internacionales del expresidente. El gobierno del demócrata Barack Obama no fue para nada amigable con el de Dilma Rousseff, por ejemplo; antes bien, Obama se refirió a Lula como “corrupto” públicamente. Por el contrario, la administración de Joe Biden saludó casi con bombos y platillos la victoria del dirigente metalúrgico por sobre el hipertrumpista Jair Bolsonaro (que ahora es casi vecino del expresidente en Florida).
Otros movimientos pueden interpretarse en esta dirección: la actitud amigable de Biden con Andrés Manuel López Obrador en México, incluyendo la invitación para viajar en la limusina presidencial; la prohibición del ingreso del expresidente paraguayo Horacio Cartes a EE.UU. por casos de corrupción; las felicitaciones a Gustavo Petro por su victoria en Colombia. Por supuesto, sólo un ingenuo podría confundir este acercamiento, o por lo menos tolerancia, de la administración Biden hacia los gobiernos de centroizquierda con hermandad ideológica hemisférica. Se trata, en todo caso, de un alineamiento de intereses impulsado por necesidades puntuales de política interior de un gobierno demócrata que siente que la derecha radical es una amenaza existencial para su modelo de gobernabilidad. Pero bueno, es lo que hay.
El segundo dato es que por primera vez en varias décadas la región tiene cosas para vender que el mundo quiere comprar. Petróleo para reconstituir las reservas de combustible norteamericanas –que Biden ordenó vender para bajar el estratégico precio en surtidor antes de las elecciones de noviembre de 2022–; gas natural embarcado para reemplazar la provisión rusa a Europa; litio, pesca, cobre, zinc. Además: fertilizantes, soja, trigo y carne en un contexto de inestabilidad de stocks de Europa, Rusia y Ucrania. Esto, y no otra cosa, explica el descongelamiento de las relaciones con Venezuela, por ejemplo. Como en el punto anterior, esta demanda surge no de la benevolencia de las potencias sino de necesidades de política doméstica, y probablemente no sean durables en el tiempo. Pero hoy existe una ventana de oportunidad.
Es en este contexto en donde puede explicarse el protagonismo de Lula en la cumbre de la CELAC. Mucho se espera de él en esta nueva fase, por eso fue tratado como visitante de honor tanto en Argentina como en Uruguay. Todos los países miran a Brasil a ver si el gobierno del PT puede fungir de articulador, de vocero regional en foros mundiales, y si puede ofrecer buenas prácticas a imitar de políticas virtuosas como lo fue en el paso el Bolsa Familia, por ejemplo. Esta expectativa puede ser hasta injusta. ¿Podrá Lula asumir un rol de primus inter pares cuando su propio gobierno tiene que responder a la amenaza de un bolsonarismo movilizado que tiene, como quedó a la vista, contactos con sectores de las fuerzas de seguridad y militares?
Imposible saberlo de antemano. Pero, en todo caso, el desafío para los gobiernos de centroizquierda (pero también para los analistas) será poder leer el mapa de operaciones a la luz de los datos novedosos, actuar con decisión y rapidez, y no quedar presos de esquemas ideológicos de hace cincuenta o sesenta años. La única manera de romper un bloqueo posicional es encontrando nuevas diagonales, y nuevas alianzas.
María Esperanza Casullo – Cenital